El rasgo distintivo de la expresión del poder de María Sabina, se sabe, es que por una elevada consideración mágica sólo podía orientar su fuerza hacia el Bien. Una vida de pruebas nada corrientes, y lo que dominaba de plantas, le permitieron hacer casi un milagro: mantener una larga familia de hijos y allegados sin saber leer ni escribir, y de paso reveló a la humanidad conocimientos ocultos antes del siglo XX. A su legado se deben variados medicamentos que, cada vez más, se usan en la química enfocada a producir remedios para variadas enfermedades de índole síquica, a partir de los componentes de tres variedades de hongos que ella enseñó a la ciencia; los hoy inscritos en el catálogo de alucinógenos como “Psilocybe Caerulenscens Murril Var Mazatecorum Heim”; “Stropharia Cubensis Earle”, y el “Psilocybe Mexicana Heim”. En este mismo orden, María Sabina los identificaba como el “Derrumbe” (que crece en la tierra desbarrancada y en el bagazo de la caña de azúcar); el “San Isidro” (que crece en el excremento del toro), y el “Pajarito” o “Angelito” (que brota al cobijo de los maizales). El científico Robert Gordon Wasson (al que María Sabina nombraba “Bason”), fue quien la dio a conocer citándola profusamente en revistas y tratados médicos a partir de 1955, cuando la visitó.
R. Gordon Wasson, con la ayuda de Robert Heim, entonces director del Museo de Historia Natural de París, y del científico Albert Hofmann, descubridor del LSD, entre otros, “a partir de las instrucciones de María Sabina” logró rescatar de los hongos nombrados los principios activos a los cuales se llama hoy “psilocibina” y “psilocina”. Wasson llamó a los hongos “euteógenos” (“Dios dentro de nosotros”), desde que, junto a su esposa, Valentina Pavlovna, se les ubicó como creadores de la ciencia etnomicológica. Se deben atribuir, sin embargo, al doctor Aurelio Cerletti las investigaciones farmacológicas, y a Jean Delay las primeras aplicaciones de estas sustancias en la medicina psiquiátrica, cuyo uso no se remonta a antes del año 1970, cuando también se inscribe el fin de una práctica religiosa en Mesoamérica que se arrastraba desde hace muchas centurias. El secreto revelado hoy permite curar esquizofrenias, la ansiedad y otros males psíquicos. Entonces, cuando la práctica secreta de la ingestión del hongo maravilloso fue sacada a la luz, la luz anunció el final.
Hoy, ya en el siglo XXI, se dice que María Sabina era una síntesis total de la mente anterior a la conquista, que resumía en su alma la religión antigua de América, aquella empapada en el Realismo Mágico rescatado en la literatura de nuestra América, lo que ha llevado a involucrarla con leyendas fabulosas, como la de aquella muy extendida, a partir de la conquista, de que Jesucristo estuvo en América como en todos los sitios civilizados de la época en que vino a la Tierra. No por nada en México se refieren con admiración a cierto joven vigoroso, cordial, un sabio atlético mesoamericano que llegó hace mucho a esas tierras desde el misterio, y que luego partió como vino, prometiendo volver algún día, y que en extraordinario sincretismo religioso María Sabina no por nada afirmaba que “los angelitos crecieron por primera vez allí donde escupía Nuestro Señor”, Otra tradición mesoamericana afirma que las plantas en general con poderes mágicos, crecieron por primera vez allí donde cayeron las gotas de orina del Cristo, y aún otra habla de que primero crecieron allí donde cayeron sus lágrimas al partir desterrado por Tezcatlipoca, el oscuro espejo humeante; lo verdadero es que siempre se da como origen de la extraña química de estos hongos a la acción directa de algún efluvio del Hijo de Dios. Quizás por esto María Sabina toda su vida fue a misa católica el primer viernes de cada mes, practicando desde siempre el apostolado mayor de la Oración. María Sabina era Oradora, sanaba por Voz, apoyada en el Verbo. Religiosa practicante, en su Comunidad Mazateca, ella organizó la Hermandad del Sagrado Corazón de Jesús. En su choza se veía, en el pequeño altar, la imagen de la Virgen de Nuestra Señora Guadalupe, también la imagen de san Marcos, san Martín Caballero y Santa Magdalena. Decía: “Ellos me ayudan a curar y a hablar en el tiempo en que me transformo en sabia. Sé que Dios está formado por todos los santos, así como nosotros, que todos juntos formamos la humanidad. Igual Dios está formado por todos los santos. He pertenecido a las hermandades desde hace mucho tiempo. Una hermandad está compuesta por diez mujeres. A cada una también se la llama “madre”. Cada dos, cuatro o seis años, se turnan las socias para que cada una sea, alguna vez, “madre principal”. Nunca se deja de ser madre. Yo desde un principio tomé parte en las hermandades con gran entusiasmo, porque siempre he guardado respeto a todo lo que sea asunto de Dios.”
Ahora ella está en paz.
Murió María Sabina, rodeada por sus hijos y los hijos de sus hijos, y por el amor de su pueblo Mazateco. Aunque al final vivía sola, porque sus hijos, los últimos años, estaban dedicados a sus propias familias. Y al fin que eso era lo que ella quería, porque en verdad ni le importaba en el fondo ser tan nombrada por entregar remedio para enfermedades de los siglos que vendrán, sólo le importaba haber sacado adelante a su familia en éste. Que de ella solita brotaron muchas otras familias, que, entre tanto, habían también plantádose. Debió morir en paz resignada. Se dice que partió según es costumbre: le torcieron el pescuezo a un gallo que debía morir junto a su cadáver. Y vino el velorio, donde los familiares colocaron jarritos de agua junto a su cabeza sin vida. Es el agua que debía acompañarla en su viaje al más allá. Dentro de su ataúd pusieron siete semillas de calabaza, quintoniles y fruta en abundancia, todo junto en una bolsa de trapo: para que no la molestara el hambre en su viaje devolviéndose a la distancia. Las mujeres que asistieron al velorio hicieron tezmole con la carne del gallo sacrificado: el tezmole sólo lo comieron el rezandero y las personas que cavaron su fosa en el Cerro de la Adoración. Las otras madres de la Hermandad encendieron velas sagradas en su honor, la vistieron con un huipil limpio y su mejor rebozo. Entre sus manos colocaron una cruz tejida de palma bendita. Y, tal como se esperaba, el canto del gallo se escuchó cuatro días después que fue enterrada. Y todos supieron, entonces, que el espíritu del gallo acompañaría al espíritu de María Sabina, que entonces despertó y se fue para siempre al Ampadad, el lugar de sus mayores, allá donde las flores.
Murió María Sabina, rodeada por sus hijos y los hijos de sus hijos, y por el amor de su pueblo Mazateco. Aunque al final vivía sola, porque sus hijos, los últimos años, estaban dedicados a sus propias familias. Y al fin que eso era lo que ella quería, porque en verdad ni le importaba en el fondo ser tan nombrada por entregar remedio para enfermedades de los siglos que vendrán, sólo le importaba haber sacado adelante a su familia en éste. Que de ella solita brotaron muchas otras familias, que, entre tanto, habían también plantádose. Debió morir en paz resignada. Se dice que partió según es costumbre: le torcieron el pescuezo a un gallo que debía morir junto a su cadáver. Y vino el velorio, donde los familiares colocaron jarritos de agua junto a su cabeza sin vida. Es el agua que debía acompañarla en su viaje al más allá. Dentro de su ataúd pusieron siete semillas de calabaza, quintoniles y fruta en abundancia, todo junto en una bolsa de trapo: para que no la molestara el hambre en su viaje devolviéndose a la distancia. Las mujeres que asistieron al velorio hicieron tezmole con la carne del gallo sacrificado: el tezmole sólo lo comieron el rezandero y las personas que cavaron su fosa en el Cerro de la Adoración. Las otras madres de la Hermandad encendieron velas sagradas en su honor, la vistieron con un huipil limpio y su mejor rebozo. Entre sus manos colocaron una cruz tejida de palma bendita. Y, tal como se esperaba, el canto del gallo se escuchó cuatro días después que fue enterrada. Y todos supieron, entonces, que el espíritu del gallo acompañaría al espíritu de María Sabina, que entonces despertó y se fue para siempre al Ampadad, el lugar de sus mayores, allá donde las flores.
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