Intermitentes faroles rumiaban
sobre el bosque de cemento. Más allá de la noche cerrada la caprichosa imagen
del verdugo se imponía. Sus dientes más destellantes que el mismísimo cuchillo,
la boca mordaza y colosales silenciadores devorados por violentos maxilares,
sus ojos estallando por la rutina ciega del cuerpo desangrado. Sólo esquirlas
de pudor flotan en las venas del verdugo, máquina aceitada de las despedidas
que parten como un rayo, una línea del grosor de una baba del demonio, del tamaño
de un caramelo perdido bajo los asientos de un cine mudo, una nada bostezando.
Esgrima petrificada del oponente, que en su impotencia imagina, imagina filos
que corten el lazo, brazos liberados, escape al centro del verde follaje, se
agita, corrosión de las esperanza, repliegue acobardado de proyectos que gimen
ante las perspectiva de una elemental lápida, espuma en las comisuras de la
boca, fuente de la desesperación, vomitivo sudor de muerto derrama la dama de
cartón mojado. Presente, la mano relajada y colgante bajo el peso de la
cuchilla, el olor fresco del bosque en la noche, inspiración celestial
cristaliza en los pulmones del insensato. El simple acto de cortar una
garganta, un simple tajo, inundar la ciudad de sangre, desinflar en un hilo de
aire el bulto palpitante, la cara del terror amordazado, ojos que titubean,
epiléptico semi-cadáver rumorea bajo las vendas, implora a sorpresivos
semi-dioses y dioses, llega el recorrido del filo con descarada inocencia, el
sonido exánime similar al de un atragantado con un caroso, el silbido de la
muerte invitando a la expiración definitiva. Una bolsa de carne que queda con
los ojos perdidos en el vacío interior, puro reflejo de un ser que abandona su
cabina, una cabina cristalina, vacante ahora. Se aleja el negro vendaval, con
el orgullo de las trasgresión realizada, el poder de darse y quitar, un
caprichoso distribuidor de oportunidades de vida, un Dios en una tarde de
abulia matando moscas, la brasa incendiando bosques de humanos. Ciervos
infelices ya no pastan.
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