viernes, 25 de noviembre de 2011

Alumno vanguardista


Espera, momificado como un alumno obediente. La espera de la traza colorida que reivindique la lucidez en el cumplimiento del lúdico trabajo regimentado. Es la búsqueda de romper el inestable equilibrio entre la limpidez del guardapolvos blanco y los mocos que en cataratas enchastran el sobresaliente. Acaricia el sueño de que detrás del ceño fruncido y del mapa indescifrable de arrugas que surcan la cara, la señora de los tacos insistentes y de la taza humeante se digne a premiar al insistente mocoso desprolijo.
Juan utilizó todos los colores que cayeron en sus manos, recurrió a la goma de borra en vez de los dedos, sacó punta a sus lápices una y otra vez, siempre tomando la precaución de depositar los residuos en el tachito. Utilizó todo tipo de papeles, distintas tonalidad y relieves. Logró superar su defectuoso colorear tachonado, el sol fue una esfera perfecta iluminando el amanecer de su infancia excelente. Cuando su obra estaba a punto de culminar y su imaginación se encontraba extasiada en un momento sublime, sus frágiles dedos exasperados revolvieron la cartuchera. Falta un lápiz: ¡el de color verde! Irremediable delito del destino que nos arrebata la alegría justo cuando comienza a florecer, ahora el tenaz pupilo dependía de la frágil solidaridad de su obeso compañerito de banco. Tomás, me prestas el verde porfa. No. Dale, lo necesito, la próxima te presto algo yo. No. Dale, che, te compro una factura en el recreo. No necesito que me compres nada, me encontré dos pesos en el patio. Bueno, te regalo mi sacapuntas. No. Dale, ¡gordo hijo de puta! Profe, Juan me anda insultando. ¡Juan! Mentira profe, es él el que me insulta, además no me quiero prestar el verde. No es verdad, yo te oí muy bien lo que le dijiste a Tomás. Traeme el cuaderno de comunicaciones que ya mismo le escribo a tu mamá, que anduviste insultando a tu compañerito. Pero seño. Pero seño nada, trae el cuaderno acá y después anda al baño que desde acá te veo todas las manos mugrientas de témpera. Juan de pie, humillado, derrotado, con docenas de pares de ojos deleitándose de su súbita caída en desgracia, da sus pasos entre los banquitos como un condenado a los castigos hogareños. Mira lo que hizo Juan viejo, este chico no sé a quién salió, es la cuarta vez en el mes que me llama la maestra. Sí, tenes razón, vení acá pibe, si me entero de que te mandas otra de éstas vas a ver lo que te pasa. Escalofríos, leves cosquilleo de aterrorizado, fulminante vértigo alimentado por la vaguedad de las reprimendas paternas y por la profusa imaginación trágica infantil.
Insistente goteo de la cisterna del baño alimenta el pozo sin fondo de la angustia de Juan. Ambiente fresco y amplio, refugio de las satisfacciones que incomodan y apestan. Juan abrió el grifo y procedió a quitarse cuidadosamente la pintura roja de sus antebrazos. Concluido dicho menester, levantó la cabeza y vio el reflejo de su lechoso rostro en el espejo; sus ojos, gélidas moneditas azules interrogantes; su cabeza de langosta, sus orejas parabólicas y la cicatriz en la frente. Ese pequeño surco, recuerdo de su trágica caída desde la cama cucheta, le reveló una confusa idea: caer, caer, caer, me río de la cuidadosa señorita y de su olor a naftalina, de mi papá con la radio y los pedos que acompasan la transmisión de la carrera de autos, de las arrugas de mamá y de sus bolsas oscuras debajo de los ojo, caer, nada, no los quiero.
Con toda la ira contenida estallando en cuestión de segundos, pero con la tranquilidad y frialdad con que se conduce quién ha ido pergeñando su plan minuto a minuto durante años, Juan se aproximó al inodoro y con todas sus fuerzas imaginó que estaba pariendo una de las más grandes y creativas obras de todos los tiempos. Retorna al aula con el fétido paquetito, la diminuta obra cuidadosamente envuelta con papel higiénico, espera como un alumno obediente el veredicto de la maestra, que ahora no sólo frunce el ceño, sino que contrae la cara de un modo tan concéntrico que ahora es nariz, gigante narizota y profundas fosas nasales comunicando la repugnancia al resto al resto del cuerpo, súbitas arcadas, bella exorcista devolviendo el nutritivo desayuno sobre las carpetas escolares de los niños. Juan estaba feliz, ya sabía que la maestra iría a cambiar su veredicto habitual, seria redundante calificar su trabajo como una mierda.
Décadas después, el adulto Juan contempla un mingitorio en una sala de arte, y se indigna por la ceguera de sus padres, maestros y psicopedagogos frente a su gesto vanguardista.


by Joaquin Molina Scaliter

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